Vaya por delante que este es un texto escrito por un fan. Soy de los MAIDEN desde que Ramón Trecet nos trajo la NBA, y Michael Jordan volaba sobre nuestros sueños pre-adolescentes hacia una canasta en llamas, y las chaquetas vaqueras iban sin mangas, con números 666 escritos a boli. Paseábamos con la pechera festoneada de chapas compradas en el mercadillo, ese encantador detalle de miniatura que dulcificaba, aún más, la bonachona figura de los jevis de barrio con su litrona adjunta. “Litronas al alba, guitarras de hacha”, que cantaba Raúl Cimas en Muchachada Nui.
Pero, del mismo modo que Shaquille O’Neal ya queda fuera del territorio de mi mitología tardo-infantil, el Fear of The Dark es el último disco que mi mente, durante años, ha admitido como “canónico”, y eso por las muchas veces que he visto directos de la banda, con todo el estadio coreando el estribillo de la canción que da título al disco. En realidad, en una escucha actual, el álbum se me cae bastante de las manos (o de las orejas). Canijo de sonido, con riffs algo tontos, poco ambicioso de estructuras, y Bruce cantando raruno a veces. El anterior álbum, No Prayer For The Dying, siendo bueno, sufrió el destino de nacer después que su obra magna, esa catedral del sonido y la fantasía que fue Seventh Son Of A Seventh Son. Así que, para ser estrictos, durante años el canon “de oro” fue desde el Iron Maiden de 1980 al Seventh Son en 1988. Eso fueron los MAIDEN para mí, y luego ya los perdí de vista durante el comienzo de la juventud, los sofocantes trámites de la vida adulta y las muchas otras músicas que me ocuparon desde entonces. Un día escuché la noticia desconcertante de que los MAIDEN habían actuado en un polideportivo en Dos Hermanas (Sevilla) ¡en Dos Hermanas! Sin tener más que amor por la gran localidad nazarena, para mí era la antítesis de ese éxtasis de masas en el Long Beach Arena californiano, donde se grabó el Live After Death con su trampantojo de templo egipcio, el humo y la magia eléctrica de una banda en el cénit de su carrera. Definitivamente, lo heavy había pasado de moda, y era cosa de nostálgicos. Cuando escuché un día, de pasada, la voz de Blaze Bayley, sentí una punzada de dolor en el centro de la infancia, ¿en qué estaba pensando Steve Harris? ¿No había vocalistas en toda la Common Wealth con un registro similar a Dickinson? Pienso en Kai Hansen, de Helloween, o en Myles Kennedy ayudando a Slash a seguir en la carretera cuando todavía Axel Rose no había emergido de su letargo de Donuts y anfetaminas. Cierto es que no resulta fácil encontrar esa combinación entre graves con garra, ese ronquido enfurruñado de Dickinson, y las alturas, siempre en el límite, de algunos picos de los estribillos. Y mira que me gusta Paul Di´Anno, no me olvido de él, pero es que entonces aún no se habían compuestos himnos que requerirían la famosa “garganta de acero”. MAIDEN había desaparecido, se había diluido para mí como una estatua de hielo en la playa de Chipiona.
Un mundo nuevo
Pero Dickinson volvió, con el pelo corto. Y también Adrian Smith. Y Steve Harris es tan buena gente que dijo “pues venga, ahora somos seis”, y unos IRON MAIDEN recauchutados volvieron a ilusionar a un público heterogéneo, desde los puretas nostálgicos ya con sus hijos luciendo camisetitas monísimas de The Number Of The Beast, y la nueva muchachada que se había enganchado con el Fear Of The Dark, y que no conocieron los ochenta. Un renacimiento de la banda, coincidente con —impulsado, en parte, por— el gran revival ochentero que no ha hecho más que crecer, y ha desembocado en grandes productos intergeneracionales como “Stranger Things”, o los documentales de “The Toys That Made Us”. Pura nostalgia rentable. Y por qué no. Uno se lanza en plancha hacia donde encuentra un destello de aquello que le hizo gozar, soñar que volaría lejos. “Al lugar en que has sido feliz no debieras tratar de volver”, es el hermoso verso más falso que Sabina haya escrito nunca.
Aunque la vuelta del quinteto de oro, sexteto con el australiano Janick Gers, no fue un camino recto, sino la búsqueda progresiva de un sonido. Viendo los álbumes posteriores a la “reunificación” —Brave New World, Dance of Death, A Matter Of Life And Death—, aparte de los numerosos directos, pareciera que hayan estado buscando una síntesis muy difícil: la que hace que un artista no se estanque, y mire hacia delante, buscando siempre nuevas formas de expresión, pero que, a la vez, satisface el hambre de más de lo mismo. De aquello que nos enamoró por primera vez. Y con esto me refiero a aspectos tan diversos como las melodías sencillas que se convierten en himnos coreables por el público, pasando por los puentes y meandros instrumentales, durante los cuales Dickinson corre por el escenario, hasta las cabalgatas —ese ritmo sostenido, tun, tucutún, tucutún— propio de la NWBHM (New Wave of British Heavy Metal). Lo específicamente MAIDEN, pero respirando libertad creativa. Brave New World fue un regreso memorable, un disco sólido, creativo, que nos reconcilió con la banda. Y en los siguientes álbumes fueron probando, probando, dando a veces los pasos en falso de quien se atreve a buscar aquí y allá, de quien quiere no repetirse pero a la vez desea conservar su identidad, la bandera sonora que aglutina a las masas de fans que volvían a abarrotar estadios. Pasan muchos años —atrás quedó la época de un álbum de estudio por año —, entre discos en directo, giras y largos procesos creativos de nuevo material, hasta que llegó The Book Of Souls.
La larga vuelta a casa
Para mí, The Book Of Souls fue como ver el Episodio VII de Star Wars. Esa sensación de reencuentro, la emoción de ver a los viejos amigos, como en una reunión del instituto. En parte, el entusiasmo nacía por el alivio de que no hubieran perdido el camino, y de que tuvieran en cuenta a su público, ávido de “sonido Maiden”. El videoclip, no sólo la canción, de Speed Of Light era un homenaje a toda su obra clásica, con la misma garra, la fuerza de los riffs, el estribillo galáctico, soñador, y la extensión de canción propia de la banda. Habían dejado atrás el intento de hacer temas más comerciales y acotados, más simplones (estrofa, puente, estribillo, solo, estribillo), y volvían a demorarse en secciones instrumentales, cambios de tono y tempo, en una unidad admirable. “Chewie, we are home”.
Así que, cuando ha aparecido Senjutsu, lo hemos recibido con menor prevención, con mayor apertura. He de confesar que me inquietó ver esa mini-entrevista de promo, en la que Bruce nos decía que se habían atrevido a explorar sonidos diferentes, que a muchos no les parecería de IRON MAIDEN. Horror. Aunque también decía —y esto es un tópico en el negocio— que es su mejor disco hasta la fecha. Claro, ya. Existiendo el Seventh Son, o el Powerslave. Ya. Los que asistimos a la charla que dio Dickinson en Sevilla, con motivo de la promoción de su libro autobiográfico, sabemos que es un poco fanfarrón, charlatán y muy chulo de carácter. Así que lo pusimos en duda. Entonces lanzan el single, The Writing On The Wall y, en efecto, el tempo y el riff de comienzo es muy poco heavy, es más de rock duro, con toques americanos, y el estribillo muy a lo Bon Jovi. Sin embargo, suena de maravilla. Con la canción homónima del disco vemos algo más la esencia de los MAIDEN, pero tratado con una gran libertad creativa, con esa monotonía oriental —sin cambios armónicos —, y el uso continuado de los tambores sin que rompa nunca en una cabalgata; contención y solemnidad, como diciéndonos “tranquilos, hay mucho más después, no lo queráis todo de golpe”. Sin embargo, lo que sonaba ya era excelente. Con Stratego, asomaba la patita de los MAIDEN clásicos, en melodías y en ritmos de batería. Sentimos el “alivio Episodio VII”. Pero cuando han lanzado el álbum completo, el alivio se transforma en una suerte de incrédulo asombro y admiración. No es normal que un disco de una banda que lleva cuarenta y un años publicando nos parezca tan bueno. Quiero decir, no “bueno para la edad que tienen”. No. Hoy día, si hiciera una antología propia, una lista de reproducción personal en Spotify, algunas canciones de este disco estarían incluidas.
Novedad y fórmulas
Ya hemos comentado las tres primeras. Con la cuarta, Lost In A Lost World, fruncimos el ceño al principio. Unos acordes de acústica, con una cama de sintetizador (hay mucho sinte apoyando ciertas partes en este disco, como hace Steve Harris desde el Seventh Son), un coro que recuerda el Horse With No Name de América; pero inmediatamente viene el golpe de caja y el riff cañero. El puente con la guitarra doblando la melodía de la voz suena acaramelado, dulce; pero el cambio de ritmo del estribillo, con su carácter hímnico, y la sección de guitarra posterior, recuerdan a momentos del Iron Maiden y el Killers. Tan lejos, tan atrás, nos lleva. Pero sin parecer un pastiche. Una característica de todo el disco es que, cuando encuentra una secuencia de riff y frases “cuadrada”, la repiten varias veces, sin prisa, alargando la fórmula. Eso lo agradeceremos después en los conciertos, donde quieres seguir saltando. Otro rasgo, que se ve ya en esta canción, es que puedes ir jugando a adivinar de quién es el solo, pues hay espacio de sobra para cada uno; este, tan bluesy, es de Dave Murray; este otro, tan melódico y fino es de Adrian Smith; este, tan desparramado y con tapping, es Gers. Y vuelta a la repetición de riffs. Y conexión con estribillo otra vez. Ventajas de no estar limitados por la capacidad del formato del vinilo, que tenía un máximo de compresión (y por tanto de calidad admisible). Hoy día, puedes extenderte lo que quieras.
En Days Of Future Past podemos entender, de nuevo, a qué se refería Dickinson con la novedad. El segundo riff de guitarra inicial es más grunge que heavy, nos remite a los noventa, a The Offspring y a Green Day. Y la melodía de la estrofa es muy pop, muy teenager de entonces; y, sin solución de continuidad, estribillo con el mismo tempo medio propio de tantos temas de MAIDEN. La trabazón entre lo nuevo y lo de siempre parece inconsútil, sin fisuras visibles.
The Time Machine, junto con The Death Of The Celts es una de las grandes canciones de este trabajo. Comienza con intro de acústica con voz y sinte (hay también muchas intros tranquilas en todo el álbum). Cajazo y comienzo de un riff de guitarra sorprendente: recuerda a las muñeiras modernizadas del grupo de folk gallego Luar Na Lubre. Dickinson va progresando en las líneas, subiendo de grado en la escala con cada vuelta. Y Nicko McBrain, que está inmenso, haciendo un ritmo sincopado que, unido a lo alegre de la armonía mayor, produce una especie de optimismo, de alegría eléctrica. Luego cambio de tercio, y riffs repetitivos de guitarra con el esquema de charlie y caja de Run To The Hills. De pronto, un cambio de ritmo con un riff como de trash metal, muy cañero, breve, como para que no nos durmamos. Y vuelta a la armonía principal, y al riff que recuerda al Run To The Hills. Y sinte de fondo. La trabazón de lo nuevo y lo clásico, todo el tiempo.
Darkest Hour, comienza imitando las gaviotas con la guitarra aguda, en un riff muy Wasted Years, recurso que utilizará más veces Adrian Smith. La voz oscura, de balada triste, que poco a poco se va elevando. Sin embargo, nunca deviene en ritmo de cabalgata o en endurecimiento, como One de Metallica. Parece, tras unos redobles largos de McBrain, que al momento va a acelerarse, pero se queda en ese tempo lento y tranquilo, con un sonido muy “gordo”, arpegios de fondo todo el tiempo, construyéndose como una de las pocas baladas puras de la banda. Y Steve Harris, como siempre, con un incombustible empuje, lanzando melodías, a veces en contrapunto, que enriquecen la estructura y la dotan de profundidad.
Death Of The Celts, sencillamente, es pasmosa. Empieza con la ya citada intro acústica, arpegios con el bajo (se nota que manda Harris), con variaciones, sin prisa, y luego Dickinson aborda una melodía sobre un ritmo ternario, de aire medieval, hasta que rompe en distorsión y poderío. Y, en efecto, nos sentimos como en un funeral de druidas celtas, que ha devenido en orgía de cerveza negra en un bosque irlandés. Los cambios, a mitad de canción, con cabalgata y una sección que recuerda el Losfer Words (Big ‘Orra) del Powerslave, desembocan en una melodía alegre, que repiten y repiten, y que llevarán durante cinco minutos, con variaciones, con tan solo algo de voz al final. Como un reel irlandés, una danza festiva y algo salvaje. Y solos de guitarra, gamberros, alegres, tomándose su tiempo, cambiando de tono, volviendo al riff alegre al unísono. Lo que digo: pasmosa. Una de las mejores canciones de MAIDEN de toda su carrera.
The Parchment, en un solemne tempo medio, es oscura, y resuelve con acelerón y melodías a lo Phantom Of The Opera, solos a tutiplén y vueltas en los clásicos cuatro acordes que vuelven y vuelven. Nicko McBrain se hincha a redobles de sus muchísimos tambores y platos a contratiempo. Al final, otro guiño: una melodía repetida, al unísono, que recuerda la melodía final de la canción Iron Maiden.
Hell On Earth cierra el disco con sus (también) doce minutazos, su intro tranquila de dos minutos largos, de preciosa melodía. Hasta que rompe en riff sobre cabalgata. Han querido terminar con sello de la casa, y no se han quedado cortos. Dickinson no entra hasta el minuto tres y pico, con una melodía nuevamente muy pop y delicada, doblada por una de las guitarras. Llega a tonos altísimos, por cierto, pese a haber sufrido un cáncer de garganta. Sorprende que no haya compuesto líneas de voz más fáciles de defender en directo; al contrario, se ha obligado a llegar a cotas propias de los primeros discos. Brindamos por él. La canción pasa por un interludio tranquilo, como en Rhyme Of The Ancient Mariner, y termina solemne, satisfecha, como cierre, no solo de esos doce minutos, sino del disco entero.
IRON MAIDEN está dándonos, a estas alturas de su carrera, algunos de los mejores frutos de tantos años de experiencia. Mezclando aires nuevos con fórmulas que funcionan, y llevándolo todo más allá. Así como muchas bandas siguen viviendo de las rentas, y arrastrando un show revival por los escenarios (hay que pagar facturas), nuestros MAIDEN siguen vivos, y creando maravillas. Si usted, lector, no está de acuerdo, tampoco pasa nada. Tiene muchos otros discos para escuchar, una y otra vez, hasta el fin de los tiempos. ¡Larga vida al rock y al heavy metal!