Por Jesús Beades

 

ACDC en Sevilla

 

Querido lector jevi:

 

Sí, cuando yo era chico se decía «jevi», con jota, incluso los andaluces carraspeábamos la jota, como los mesetarios que dicen «Jarri Potter». Lo de llamar a todo genéricamente «metal» vino mucho después, antes el metal era un adjetivo: «Thrash Metal», «Speed Metal», «Nosequé Metal», etc. Cuando yo era chico había plazoletas con albero y litronas en los banquitos, «loros», que no eran pájaros sino radiocassettes portátiles del tamaño de un perro mediano y que se llevaban en el hombro; y las revistas –¡en papel!– que comprábamos eran la Metal Hammer y la Heavy Rock. Todos llevábamos chapitas en la cazadora, que no se llamaba cazadora sino «chupa». En las revistas aprendimos que el rango de estilos era muy amplio, desde los que llevaban más maquillaje que Cher, como SKID ROW o POISON, hasta los que comían murciélagos como OZZY o VENOM; desde STRIPER y BON JOVI, con sus caras bonitas y estribillos de caramelo, hasta ANTHRAX o SLAYER. IRON MAIDEN eran considerados como la familia real británica, la verdadera aristocracia del Heavy. LED ZEPPELIN y AC/DC eran pioneros, padres precursores. En estas revistas salían tetas, como en los calendarios de los talleres mecánicos –también salían, dicho sea de paso, en la Interviú, tan progre, tan intelectual–. Los jevis en su mayoría éramos del sexo masculino, aunque no era fácil distinguirnos.

 

El párrafo precedente es para que usted se haga cargo del punto de partida de esta crítica. Ni soy objetivo, ni lo puedo ser. A los AC/DC (léase «acedecé») los escuché por primera vez con once años, tuve varios discos, que ahora se llaman «vinilos» y que regalé en una crisis de crecimiento –maldita sea–. Su directo If You Wan’t Blood, You’ve Got It me ponía los pelos de punta. Aún lo hace. Ese sonido de guitarra con mucho cuerpo, como una cuchillada en el pecho, hecho a base de decibelios, válvulas y saturación (ni pedales de efectos ni historias) sigue siendo una de las grandes aportaciones de los AC/DC a la música rock. Es el eslabón central, el justo medio entre CHUCK BERRY y SEPULTURA. Es el enlace entre el blues y el guitarreo de los rockeritos festivaleros, ahora en peligro de extinción por el papi yatusabe. Angus Young había patentado una forma perfecta, como la de los churros, la olla exprés o la camiseta (las T-Shirt). Sus riffs en La Mayor son sinónimo de alegría, sencillez y, hoy día, conservadurismo: conservemos lo bueno inmarcesible en un mundo de certezas que se derrumban, de capiteles derribados.

 

Ah, sí: ¡el concierto! Se me olvidaba el concierto. A ver, esta reseña no va a ser típica por varias razones: ya tienen ustedes el setlist de lo que tocaron en el Estadio de la Cartuja por todo Internet. Nada sorprendente: todo grandes éxitos. Dos horas y veinte minutos de grandes éxitos, disparados como con un cañón (we salute you!). Pero qué quieren que les diga: fue una hemorragia de gusto, una sesión de hipnosis colectiva. Mira que Brian Johnson va ya cortito de voz, pero aún así está mejor que Paul mcCartney, que es de su quinta más o menos, y muchísimo mejor que Bon Jovi, desde luego, que canta ya menos que Ortega Cano en una comunión. Ayuda que el registro de Johnson sea de partida quebrado y chillón, desde que sucedió a Bon Scott. Angus está perfecto, solamente se ha dejado de teñir los malos pelos.

 

Da una cabal idea de la sencillez de este espectáculo el hecho de que no disparan ni una secuencia, voces grabadas o sintetización de ningún tipo. Todo es guitarra, bajo, voz, batería. Llenan el enorme escenario con eso, lo básico, lo esencial. De hecho, solo lo llenan Brian y Angus. Los otros dos –el batería, claro, no se mueve del sitio– están pegaditos a la plataforma central, salvo para hacer coros, que se acercan a un micro que tienen a metro y medio. Las cámaras siguen casi exclusivamente a los dos líderes. Bueno, líder, líder solo es Angus. El cantante, como comprobamos hace ocho años, lo pueden cambiar si hace falta. En esa ocasión muchos devolvieron la entrada cuando se supo que venían con Axl Rose como cantante. Sin embargo, fue una actuación dignísima, como comentaron todos los asistentes. Es lógico: el registro de voz le venía al pelo; además, los GUNS’N’ROSES han versionado siempre canciones de AC/DC. Siguen haciendo Riff Raff todavía hoy; al menos la tocaban cuando los vi en el Estadio Benito Villamarín hace un par de años. Ahora que lo pienso: Guns’n’Roses, en cuanto a sonido, son como los AC/DC pasados por Los Angeles y espolvoreados de Glam.

 

No faltaron los veinte minutos largos, aunque no se hicieron ídem, de solo de guitarra a pelo. Con plataforma elevadora, con su tirarse al suelo a dar vueltas y patadas. Con sus malabarismos de púa y contrapúa rápidas y hacer gritar al público con cada guitarrazo; de carreras por el pasillo elevado. Un abuelete en buena forma y que además ama lo que hace y no se aburre nunca. Teniendo en cuenta lo mucho que ha evolucionado la técnica de guitarra eléctrica en cincuenta años, es como ver en acción un trozo de historia musical. Ni barridos ni tapping ni leches: sus buenos bending (empujones de la cuerda para arriba o para abajo) y escala pentatónica a granel. «What else?» Esa guitarra habla, como la de Peter Frampton pero sin tubito.

 

Como iba diciendo: la sencillez. Fíjense si hay despojamiento y sencillez que no solo repiten los mismos números de siempre –la pantallas en blanco y negro en Back in Black, la campana gorda en Hell’s Bells, los cañonazos en For Those About to Rock que cerraron el concierto– sino que Angus lleva la friolera de ¡dos guitarras! Dos puñeteras Gibson Sg negras, con sus diabólicos cuernitos, una de ellas con el golpeador blanco, suponemos que para distinguirlas al afinar entre canción y canción. Y punto. Ni veinte guitarras ni pijeríos semejantes. Bajista y rítmica, el mismo instrumento todo el rato. Como tocando en un garito australiano, como al principio. Como siempre. Conservadurismo del bueno, ya les digo. Formas puras, minimalismo estético. Cerveza y carretera y acordes abiertos.

 

Ojalá pueda ver a estos dioses del Olimpo otra vez en directo, pero me temo que es muy improbable. Las compañías de seguro no cubren a partir de los setenta y cinco años, y es demasiado arriesgado para un promotor exponerse a un aneurisma, episodio cardíaco o ictus –o, simplemente, una rotura de cadera– con veintidós millones de euros de taquilla ya comprometida. Han metido ciento veinte mil personas entre los dos días, el doble que Taylor Swift. Joder con los abueletes. Ojalá usted, querido jevi de plazoleta, hermano mío que ya usa gafas de cerca, los haya podido disfrutar el miércoles o el sábado en el Estadio de la Cartuja, ahora más Olímpico que nunca. No fue «la más alta ocasión que vieron los siglos», como calificó Cervantes la Batalla de Lepanto, pero sí que ha sido, con mucha seguridad, uno de los momentos cumbres de la vida de este humilde jevi de barrio.

 

Solo me queda añadir:

For those about to rock… We salute you!